Se hizo viral por ubicarse en los pasillos de La Vega para enseñar a los niños a jugar ajedrez sin pedir nada a cambio. Y aunque se “mudó”, con 84 años Juan Hernández sigue saliéndose con la suya. Los fines de semana se sienta a jugar con los más pequeños, y el resto del tiempo se la pasa escribiendo, dictando clases particulares o investigando. Ahora, por ejemplo, asegura haber descubierto un nuevo sistema que promete cambiar el modo de enseñar las sumas y restas en la enseñanza básica de Chile. Lo cuenta él mismo.
La voz frágil, sensible, a ratos más fina, es lo que de veras delata los ochenta y cuatro años. Es el mediodía de un viernes en el Mercado Tirso de Molina. Juan Hernández está sentado al frente, debajo de un sombrero de alas cortas y rebajadas por la delantera. Tiene los ojos claros, el pelo largo, una coleta hacia atrás. Toma un lápiz pasta de color azul y lo apoya sobre un cuaderno abierto.
—¿Usted es bueno para las matemáticas?
—No mucho, don Juan.
—No se preocupe, dígame un número de tres cifras.
Lo que sucederá a continuación, para alguien que en realidad no maneja mucho las matemáticas, es sorprendente.
Juan Hernández anota el número que le dicté sobre una hoja y enseguida, sin que pueda verlo, apunta algo rápidamente en otra. Solicita una segunda cantidad de tres dígitos y él completa con una tercera. Después me pide sumar todo. Tan pronto resuelvo, enseña lo que antes había escrito a escondidas y me pide comprobar: había escrito —para mi asombro— exactamente el mismo resultado que obtuve. Ahora Hernández sonríe como un guasón blanco, mientras intento descifrar cómo lo hizo. “Las matemáticas son exactas”, dice con cierta jactancia. Pero lo de recién no parece un ejercicio matemático, sino un pequeño truco de magia. Una efímera obra maestra del engaño.
Las matemáticas, el ajedrez, las letras, sus hijos, el mercado, la sonrisa: Juan Antonio Hernández Cuevas permanece, se conserva, pese al andar del tiempo o los vientos de cambio. Si hubiera que elaborar un resumen de su vida, debe contarse que nació un 12 de febrero de 1940, hijo de Alfonso y María Auristela. Que por las carencias, de niño no pasó por el colegio; estudió por su cuenta y dio exámenes libres, de ahí que se anuncie a sí mismo como autodidacta. Debe mencionarse, también, que estudió Teología en la Universidad Católica y que por varios años fue profesor de religión. Que luego se marchó a Mendoza, Argentina, y levantó allá una iglesia, pero a los pocos años, sin respaldo, decidió volver. Que dice ser el único pastor evangélico que no cobra el diezmo, lo que lo enfrentó con mucha gente, y que a su regreso rindió nuevamente la prueba de aptitud académica, estudió Matemáticas en la Universidad de Chile y desde entonces husmea en los armarios de su cabeza para simplificar su enseñanza. Debe destacarse, en definitiva, que tuvo dos matrimonios, trece hijos, aunque de los tres menores —Juanita María, Benjamín Alonso, Jade Estefanía— no sabe nada hace años, que pasó una larga temporada en Ovalle, escribió una decena de libros —de religión, poemas, matemáticas, incluso una novela— y que hoy vive solo en la población Yungay de La Granja, pero el ajedrez, su mayor pasión —devenido trabajo—, lo ayuda a combatir esa soledad.
Hace seis años, concretamente agosto de 2018, una imagen de Juan Hernández se viralizó en Twitter y, por tanto, casi en la totalidad de medios, que se apresuraron en compartir la historia de un adulto mayor instalado entre los pasillos de La Vega Central con un tablero de ajedrez, ofreciendo clases gratuitas para los más pequeños. Le dedicaron reportajes en los noticieros de TVN y Canal 13, lo fueron a visitar del matinal Muy buenos días y conversó en vivo con Cristián Sánchez y María Luisa Godoy. “Lo hago, una, por vocación”, explicaba a los micrófonos, “y otra, porque sé que hago felices a los niños”.
—Lo que me encantaría y he tratado por todos los medios —agrega—, es que enseñen ajedrez en las escuelas como un ramo. En Rusia están los mayores ajedrecistas del mundo y para ellos, el ajedrez es una materia más. Como las matemáticas, como la geografía, como cualquier ciencia. Así debería ser en Chile. El ajedrez es una rama de estudio y en Chile no le dan ni bola.
Con el tiempo, algunas cosas han cambiado: Hernández ya no imparte clases gratuitas todos los días ni tampoco en los pasillos de La Vega Central. Se movió algunos metros y se puede ubicar tan sólo viernes, sábados y domingos en el centro del Mercado Tirso de Molina. La mudanza, dice, la decidió hace unos tres años “por la cantidad de gente que había”. Allí, un cartel con letras de liquidación delimita su lugar de trabajo. “El rincón cultural. Pruebe su ingenio resolviendo juegos didácticos únicos en Chile”, es la invitación. En efecto, Juan Hernández diversificó la oferta y ya no sólo presta sus servicios como monitor de ajedrez, sino que también vende sopas de letras, silabarios, sus propios libros y unos juegos didácticos —puzzles de madera para estimular el pensamiento lógico— que él mismo confecciona.
El resto es más o menos igual. Su puesto lo componen las mismas mesas plegables tipo maleta que hace seis años y cinco sillas de madera que acusan el desgaste. En dos bolsas grandes almacena un mantel, sus juegos, el material que tiene a la venta, y por supuesto, el tablero de ajedrez para enseñarle a los niños. Habitualmente llega a las once de la mañana y pide al guardia más cercano que lo acompañe al subterráneo para subir el equipamiento. Su idea es tener todo armado, como mucho, al mediodía.
—Cuando era pastor evangélico, no cobraba el diezmo, no vivía de los hermanos sino que de mi propio trabajo —cuenta Hernández—, entonces, dije yo, voy a hacer lo mismo con el ajedrez: no voy a cobrar. Pero a la vez que les estoy enseñando, los padres, agradecidos, me dan donaciones. Y como tengo revistas para la venta, estoy enseñando y las revistas se están vendiendo solas. La gente pasa, mira, se entusiasma y se lleva una revista o uno de los libros que yo publico.
Don Juan, además, ofrece clases particulares por un módico precio. Es el único modo que tiene de llegar a fin de mes: con una pensión que bordea los $250 mil pesos, dice, le alcanza para alimentarse apenas diez, con mucho esfuerzo, quince días. Ha hecho clases de matemáticas e inglés básico, pero hoy por lo que más lo buscan es el ajedrez. Cobra $10 mil por hora y, al cierre de esta nota, cuenta a tres aprendices: “Uno está cerquita, al otro lado del Mapocho. Le hago a un caballero en una oficina, también en el centro. Y el otro, un niño cerca de mi población. Las personas me contratan desde aquí o por teléfono”.
—¿Aún le gusta venir aquí?
—¡Claro! Allá en la casa yo me aburro. Aquí hago ejercicio, voy a jugar ping pong con unos niños que son capos, aprovecho de enseñarle a las cocineras, me muevo. Esto me hace bien a mí, me mantiene joven.
—No es que yo sea mago, que sea adivino, que sea superdotado o que hice la suma rápido y la anoté. Yo no sabía qué número iba a decirme usted, ¿ve? Ahí está la magia. ¡Supiera lo fácil que es!
Un martes de octubre, Juan Hernández se puso manos a la obra y redactó una carta que hizo llegar a varios medios de comunicación. “Siendo creador y matemático, a través de los años he descubierto un sistema en relación a las sumas y restas que prácticamente puede hacer cambiar el actual sistema de enseñanza básica en las escuelas de Chile”, prometía en el mensaje. “He enviado cartas a los alcaldes de La Granja y de Recoleta, al ministro de Educación y a los representantes del ministerio”. Y si bien pudo reunirse con algunos representantes, a quienes les hizo una demostración —”dejándolos asombrados”—, “han pasado los días y no he sabido nada más”.
—Todavía no me han contestado, hace más de un mes —se lamenta el famoso monitor de ajedrez—. Quedaron asombrados, pero no me dijeron nada. Nada de nada, por eso los busqué a ustedes. Llevo esperando demasiado.
Don Juan agarra de vuelta el cuaderno, cambia a una hoja en blanco y se dispone a hacer la demostración de su sistema con la resta. Se repite el proceso, me pide las cantidades. Al cabo de unos minutos, nuevamente acierta.
—En el ministerio de educación no me dicen profesor, me dicen matemático. Y considero que matemático es más que profesor, porque el matemático innova, le enseña a los propios maestros. Por ejemplo, esto es nuevo: los profesores no lo pueden aplicar entre ellos porque no lo conocen.
—¿Y cómo se le ocurrió este método?
—Dios. Tengo que reconocerlo: esto no es mío. Si no lo descubrió ningún matemático del mundo y lo descubro yo, que ni siquiera fui un alumno regular, es porque Dios me dio la sabiduría.
—¿Cuánto tiempo le tomó?
—Como tres años. Los niños no eran capaces de hacer las sumas grandes cuando les enseñaba. Entonces decía: ¿cómo hago para reducir estas cantidades o hacer que a los niños les agrade? Porque a los niños no les gustan las matemáticas justamente por eso. Porque en la suma o en la resta, las reservas les complican. Y decía: ¿cómo puedo eliminar eso? Y de la noche a la mañana, ahí es donde digo yo que Dios, el ángel de Jehová, me ayudó. Hazlo así, hazlo así. ¿A ver? Si reduzco esto, haciéndolo de esta otra manera, y ¡paf! Tres años me demoré.
—¿Y ya lo ha enseñado en alguna de sus clases?
—No toco ese tema, porque mi creación se perdería. Lo ocuparían los alumnos, lo aplicarían los profesores y pierdo yo.
Para explicarlo, Juan Hernández se remonta al pasado: hace unos años, incorporó a un libro suyo uno de los métodos que ideó para facilitar las operaciones matemáticas. Una profesora más joven, encantada, lo compró. Pero después, cuando llegó el momento de enseñarle a los niños en la escuela, se adjudicó el sistema.
—¿Se da cuenta? Los niños creían que ella era la autora —protesta—. Nunca decían: esto lo copié. O que es de Juan Hernández.
A estas alturas, lo único que quiere Don Juan es algo de reconocimiento.